En mi familia se instaló la costumbre de colocar sobrenombres o expresiones a situaciones cotidianas, personas o lugares. Algunos como “la puñalá de Conan” (creo que se ha generalizado bastante y muchos ya saben lo que significa 😊), “pollo praco” (apodo que le puso mi madre a un enamorado que tuve y que ella se encargo de espantarlo, incluso ahora que lo pienso- bastante feo que era), “bostonfrontonmaravilla” (en referencia a esos peinados elaborados al estilo Marge Simpson), entre otros, incluyendo el que uso de título aquí.
Este síndrome alude al cuento infantil en donde dos hermanitos son raptados por una malvada bruja que se vale de la trampa de poner migas en el sendero boscoso que lleva a su guarida. Los niños van levantando y comiendo las migas hasta ser atrapados por la bruja malvada.
En nuestra familia adoptamos la expresión del Síndrome de Hansel y Gretel a raíz de un suceso que hemos experimentado en diversas ocasiones. Por alguna, o varias razones, los zapatos que pasan mucho tiempo en el closet (sin usarse) al ver la luz nuevamente les aqueja el mal de la desintegración. Eso me acaba de pasar por segunda vez en estos días. Estuve varios meses sin utilizar algunos de mis zapatos usuales y algunos debido a que cambié totalmente las tacas por la comodidad (y ya esto no es negociable- ¡no puedo con los tacos!).
Unos días atrás se me ocurrió desempolvar unos que eran super cómodos y con un taquito ancho y de escasa pulgada y media, para asistir a mi trabajo. Además, eran cerrados y me iban a proteger del frio poco usual que hacia esa tarde. Me los puse con medias y salí como si estuviera estrenando zapatos nuevos. Llegué a mi trabajo, caminé por el campus, y realicé varias gestiones pendientes en la oficina. Llegó la hora de la clase y me presente al salón.
Al cabo de dos horas, puse a mis estudiantes a trabajar en unos ejercicios y me senté a moderar la sesión. Me miré los zapatos y me percaté de que se les había ido desprendiendo poco a poco la cubierta negra que tenían y se había formado una línea abierta en la parte correspondiente al doblez que se hace al flexionar el pie. ¡Que horror! ¡se me estaban deshaciendo los zapaticos! Al levantar la vista, lo primero que hice fue buscar a ver si alguien estaba mirando mis zapatos y luego recorrí con la vista la ruta hacia la puerta con la intención de ver si quedaban evidencias del desmoronamiento de mis zapatos. No había nada, por lo menos dentro del salón.
Imagínese todos los sentimientos que se agolpan en un momento como este. Terminó el tiempo asignado a la tarea de mis estudiantes, pasamos a la discusión de los resultados y yo por dentro rezando que nadie mas se diera cuenta de mis ingratos zapatos. Ingratos, sí, pues los había limpiado y sacado a pasear esa tarde y ellos en respuesta comenzaron un proceso de desintegración.
Al terminar, me monté en el carro y de camino a casa ganas no me faltaron de tirarlos por la ventana y abandonarlos en el camino. No lo hice. En cambio, llegué a mi casa, los retraté y les dediqué esta columna. Así les doy un entierro a la altura que se merecen por su servicio y por el costo que pagué por ellos en Macy’s.
1 comentario