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22 Feb 2022

El primo Ramón

Post by Ibis Rodriguez

Los domingos en mi casa era el día de pasear, aunque la mayoría de las veces terminábamos en el mismo lugar, en casa de la abuela en Patillas. Mis recuerdos de mi abuela paterna son esporádicos en el baúl de mi memoria. Murió cuando apenas yo tenia 7 u 8 años. La recuerdo en la cocina, con un traje negro y blanco estampado, atado a la cintura y zapatos cerrados negros, con su habitual moño enrollado en la parte de atrás de su diminuta cabeza. Mas tarde, como secuela de un derrame, estuvo encamada varios años. Llegábamos a visitarla y religiosamente todos pasábamos por su cuarto a saludarla y recibir su bendición. Ella siempre cariñosa, con olor a Jean Naté, nos preguntaba por todos y de todo. Creo que así se aseguraba de mantener contacto con el mundo externo a su diminuta habitación.

Cuando murió, mi papá se puso muy triste, inmediatamente nos trasladamos todos por unos cuantos días a su pueblo para participar de las exequias fúnebres, que para esa época duraban tres días. Mucha gente asistió a ese velatorio y para cumplir con la respetuosa costumbre, mi papá nos mandó a comprar ropa para guardar el luto (blanca o negra). De ahí aprendí la costumbre del luto y vi a mis tías rigurosamente seguir esa costumbre: un año de vestimenta negra completa y después ir sustituyendo el negro por gris o blanco, hasta que “se botara el luto”; lo que significaba volver a usar ropa de otros colores. Todos mis tíos asistieron a la funeraria y como era de esperar, las opiniones sobraban sobre el tema que fuera. Aunque mi papá era el menor de todos ellos, se había convertido en la columna vertebral de la familia y era quien tenía la última palabra.

Después del entierro, al día siguiente se comenzaban los rosarios. Se celebraban en aquella diminuta casa, que para ese entonces a mí me parecía de un tamaño normal. Habitaban en ella mi abuela, mi tía y su esposo, junto a su prole (tres niños y una adolescente. Cuando íbamos con la intención de quedarnos por el fin de semana, había que repartirnos entre las casas vecinas: doña Monse, Eusebia, madrina Monsa y alguna otra de confianza en la familia. A mi hermana y a mí nos tocaba en casa de doña Monse, una señora que para mi siempre fue viejita y que nos recibía con mucho amor. En las noches nos daba una merienda que consistía en una maltita y galletas dulces; con eso nos íbamos a acostar en una cama alta de pilares, cubierta con un mosquitero con doble función: evitar las picaduras de estos y que los murciélagos no se nos acercaran en la noche.

En los entierros siempre conocemos parientes que no sabíamos que existían, además de otros allegados que casi eran familia por la cercanía de la crianza y el compartir cada día; y el de mi abuela no fue la excepción. allí se presentó un primo lejano de papi, Ramón. Diminuto, achocolatado como el Cortés, alegre, bromista, todo un personaje de pueblo. Lo peculiar de Ramón era que cuando se emborrachaba, le daba con hablar sin parar y se despedía cincuenta veces un mismo día. Sí, entraba por el balcón, saludaba uno por uno a todos los presentes y salía por la puerta que daba a la marquesina abierta de la casa. Cruzaba la calle, al negocito de enfrente, pedía una cerveza o un trago, se lo bebía a “culcul” y regresaba a darnos otra visita. Como niños aguantábamos la risa, lo saludábamos y él repetía el ritual las veces que mi tía se lo permitía. Cuando ya daba signos de tambalearse al caminar, mi tía le pedía a alguno de los presentes que lo llevaran a su casa y se lo entregaran a su mamá, para que ésta lo acostara a dormir. Así terminaba el día Ramon y el entretenimiento para nosotros. Lo llegamos a querer mucho.

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