A J., porque al final te volviste parte de todos.
Todos estaban celebrando la conexión. Ya hacia 40 días que estaban enclaustrados; alguno por voluntad propia, otros porque el gobierno los había obligado y los menos, huyendo de la barca que podía devolverlos a su estado original, la nada.
En medio de la risa, las voces y el reconocimiento de los emparentados, a una se le ocurrió compartir la noticia en el “chat”; J. había muerto. Tan pronto apareció aquel texto, la señal fue interrumpida. Quien tenía el control, la autora de la idea, desconectó a todo el mundo. Entre los conectados se encontraba la mamá del fallecido.
Ante el abrupto corte, algunos empezaron a cotejar su señal, a verificar que el equipo estuviera encendido y solo unos pocos comenzaron a llamarse entre sí, para validar la notificación recibida. De la risa, se pasó al llanto, a desgarradores gritos y cuestionamientos sobre lo inesperado. No era posible que el querendón, el benjamín de los C., hubiese muerto. Al cabo de minutos, todos estaban de luto. La noticia se colaba entre señales por la red.
Luego de confirmada la versión oficial, se iniciaba el proceso mandatorio en los casos de muerte: recogido del cuerpo, preparación, velatorio y entierro. En ese orden, pero con diferencia de tiempos y obstáculos que sobrellevar. El primero, encontrar una funeraria que pudiera hacerse cargo de los arreglos. La ciudad se estaba llenando de muertos y las existentes no daban abasto para tantos cuerpos. De eso daba fe, el descubrimiento de camiones desbordados de peste y cadáveres en la entrada de una de ellas, en pleno condado citadino y cuyo dueño había aceptado manejarlos porque llegó a pensar que su orden de contenedores refrigeradores iba a llegar, según estipulado en la compra.
Una vez consultadas 101 casas mortuorias, 3 confirmaron su disponibilidad. Empezó el tin, marín, de dos pingüé, ¿con cuál me quedaré? Lo determinó don dinero, que hasta en la muerte se cuela, aunque en el viaje no pueda acompañarnos. El costo mínimo aun así era exorbitante; pero se tenía que cumplir. Esa vida apagada no merecía el anonimato y mucho menos una fosa común. Se movieron rápido los esfuerzos de solidaridad y se recaudó lo necesario para enterrar ese hijo, hermano, tío, sobrino, nieto, primo lejano; quien nunca fue padre, abuelo o suegro por elección.
Luego de esa primera convocatoria en solidaridad, llegó la segunda: una invitación a 60 minutos de velatorio, tecno dirigido. Para todos sería una experiencia nueva, extraña, curiosa. La única disponibilidad requerida era tiempo y plataforma digital; ya alguien se encargaría de transmitir ese último momento terrenal que validaba inequívocamente de quien se trataba.
El día y la hora, dejaron su importancia en un limbo; los 60 minutos, no. Ninguno había experimentado lo que sentíamos ante la imagen que se coló por las diferentes pantallas: un féretro, un cuerpo, un espacio ajeno, que exponía la imagen fílmica de lo que era un velorio a distancia. Si duro resulta asistir a un velatorio, esta nueva forma de presentar condolencias es emocionalmente más demoledora. Solo a unos pocos le es permitida su presencia y al resto de los mortales le corresponde observar desde cualquier distancia. Los sesenta minutos parecen eternos, y sabes que han llegado a su final cuando comienza el retiro de coronas y flores y te tienes que desconectar, esta vez de la imagen física, pues la primera ocurrió al conocer la noticia de su muerte.
Varios días después, ocurre la tercera y final invitación, y lo expreso como una suposición, porque después de este escrito podría llegar una adicional que exhorte a rosarios en línea. Esa tercera correspondió al acompañamiento del carro fúnebre (que a todos se nos olvida que utilizaremos algún día) y posterior entierro en el cementerio. Otra experiencia para añadir a la novedad de los entierros modernos.
Todos los conectados viajamos en primer asiento, como pasajeros invisibles y más seguros que si usáramos cinturón. Si quien transmite desea hacer llevadera la experiencia, moverá horizontalmente su cámara (celular o tableta) y compartirá el paisaje fugaz que se aprecia desde las ventanas de su carro. Así el viaje nos parecerá más real y hasta podremos imaginar el sentir de la brisa que nos golpea la cara.
Una vez en el campo santo, un sacerdote, ministro o designado representante del cristianismo, oficia los últimos ritos que nos recuerdan la fugacidad de la vida, lo insignificante de nuestra existencia y el retorno a lo que una vez fuimos, cenizas, tierra, polvo. Allí quedó la caja, féretro, ataúd, dejando en cada casa una tristeza, una incertidumbre, un recuerdo, un vacío, un inexplicable pesar.
Esta será la nueva forma de enterrar nuestros muertos.
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