Hoy lloré. Quién me hizo llorar y por qué, no importa. Lo sucedido me transportó a mi niñez. A esos momentos en que mi papá tenía exabruptos (que eran muy pocos) y su reacción era inesperada por todos. Volví unos 45 años atrás.
Cuando pienso en la forma en que reaccioné, me pregunto varias veces la razón. No sé si mi sensibilidad está a flor de piel, si en realidad he perdido el don de la convivencia o si realmente ese recuerdo de mi niñez me asaltó en la tranquilidad de la mañana.
Lloré con sentimiento, con sentido de culpa, con ganas de que salieran todas las lágrimas aguantadas por tantos meses. Al final de ese llanto, llegó el alivio, el sosiego de haber sacado una opresión aguantada sin necesidad ni justificación. ¡Qué bien se siente llorar cuando se tienen ganas! Así como la carcajada sin freno y ruidosa, celebrada por todos, también el llanto es reparador y reconfortante, nos sana.
A veces olvidamos el alivio que pueden dar la risa y el llanto. Dos acciones tan opuestas, que exponen nuestros sentimientos sin camuflaje, al desnudo, volviéndonos a recordar nuestra insignificante humanidad y existencia. Uno es tan válido como el otro, la diferencia es lo que lo provoca, además de la duración que le otorgamos a cada una de ellas.
Reír, llorar, reparan el alma y nos devuelven la emoción perdida en el trajín del día a día, purifican el corazón y al final nos dejan saber que existimos.
Mayo 19, 2019
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