Han sido 8 meses de aprendizaje. De alternar días con menos ánimo, de bloquear pensamientos que, si les daba paso, me hubieran sumido en la depresión. De mirarme al espejo y no reconocer mi reflejo, y para mantener la motivación buscar fotos de mejores tiempos que me recordarán la alegría de vivir.
Hoy, al final de este tiempo de espera, por fin puedo celebrar y dar gracias a Dios por haber ayudado a sobrellevar este capítulo y sobretodo, sanar mi cuerpo y alma. El diagnóstico de hoy no ha podido ser mejor; el cáncer casi ha desaparecido y si algo queda, es casi invisible, listo para recibir su derrota final.
¿Qué aprendí durante este proceso?
A recobrar la sensibilidad necesaria para compadecerme ante quien lucha por vivir y le falta esperanza.
Que las prioridades cambian, para bien y lo importante ocupa el lugar que le corresponde, como debió ser siempre.
A valorar cada momento como único e irrepetible, disfrutarlo y atesorarlo en el corazón.
Entender que el poder de la oración es real, cuanto más oramos, más recibimos.
A confiar en que Dios es el administrador de nuestra existencia y solo a Él le corresponde el don de vida.
A tener fe, paciencia y esperanza. La paciencia es un don que pocos cultivan; descubrir que practicarla puede tener sus gratificaciones, no tiene precio.
Que lo más importante no es nuestro aspecto, sino lo que podemos regalar a los demás, aunque sea un abrazo solidario o una sonrisa reconfortante.
Este ha sido motivo de risa (los que me conocen saben que tomo muchas cosas en broma, me rio de ellas). La sociedad en que vivimos, que hemos formado, gira en torno al poder $$. Casi todas las semanas encontraba en mi buzón (electrónico y de correo regular) ofertas de seguros de vida. Al principio me preguntaba, “¿cómo saben que estoy con una condición?”. Hasta que me di cuenta que todo es comercialización. Ironías de la vida, los seguros no tienen ni idea de cuándo ocurrirá lo único seguro que tenemos al final de nuestra existencia, el descanso eterno. Así que esas ofertas siempre han terminado en el zafacón.
A reconocer esos amigos incondicionales y a quienes les debo el poder de sus oraciones para mi sanación.
A que la familia es el núcleo social más preciado y con el que puedes contar en tus alegrías y penas.
Que cuando crees desfallecer o estas a punto de rendirte, miras a tu lado y encuentras a alguien en peor condición de la que uno se queja.
A que en el camino encuentras ángeles reales que te hacen la experiencia más llevadera.
A dar gracias por todo y ver la vida, sus circunstancias, sorpresas y experiencias como un aprendizaje continuo con el único propósito de que nos transformemos en mejores seres humanos.
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