Viaje a Perú- Octubre 2023

En marzo planifiqué un viaje a Perú, para asistir a la boda de la hija de una muy querida amiga y de paso conocer un poco más de la cultura peruana. Pensé que no iba a poder realizar el viaje debido a que en los meses siguientes empecé nuevamente con mis quimioterapias. Gracias a Dios pude ir, aunque mis salidas fueron bastante limitadas debido al cansancio y la fatiga que persistían durante esos días.

La boda fue hermosa, con todos los detalles que se pueden tener en una celebración trascendental como esa y mi amiga se la disfrutó de principio a fin. La recepción, la misa, la fiesta y la comida, todo insuperable.

Miraflores es una ciudad de mucho movimiento, el tráfico es continuo, pesado, típico de una ciudad grande. Tiene presencia de España en su arquitectura y plazas. Hay muchos restaurantes para complacer los antojos del día y la comida es baratísima, además de sabrosa.

El primer día fui a desayunar a un restaurante cercano al hotel y que me recomendó mi amiga Ana. Me senté en una mesa cerca de la acera, para ver pasar a la gente y seguir conociendo visualmente la zona. Pedí café, un croissant y luego un desayuno
continental. A la azúcar morena le llaman azúcar rubia y me hace mucho sentido.
¡Todo sabroso! Mientras esperaba, vi salir a la que supongo era una supervisora
de meseros, se bajó a la acera, miro de lado a lado y con la mano llamo a un
agente de seguridad que estaba por allí.

Aparentemente, algún comensal se había ido sin pagar la cuenta de lo que se comió. Ahí me enteré lo que es un sinpas. Sinpas es la palabra que designa al cliente que va a un restaurante, ordena, come y espera el momento para irse sin pagar. Y créanme, es un fenómeno que va en aumento en los países hispanos. Más tarde en las noticias del día reseñaban algún caso ocurrido en la ciudad y cómo esto ha ido en aumento.

De hecho, en las noticias de España, específicamente en Madrid, entrevistaron a un sinpas que ha hecho de esto su profesión. El muchacho ya ha sido identificado por varios restaurantes, pero no ha pisado la cárcel y su confianza se ha acrecentado, por eso accedió a la entrevista con la reportera, sin esconder su cara o medio de vida.

Me pregunto, ante la ausencia de consecuencias, ¿no estamos premiando al
delincuente con nuestra equivocada tolerancia y otorgando categoría de nimiedad
a un delito de esta categoría? El término sinpas no lo conocía ni lo había
escuchado, así que lo añado a mi vocabulario y conocimientos. En PR he visto
esto una que otra vez, pero a estos los llamamos hijos de putas, desgraciados,
infelices, entre otras.

Los ratos que saqué para descansar, me dediqué a ver un poco de programas de televisión. Reafirme el fenómeno que se repite en todos lados, programas de tv en donde todos hablan a la vez, gritan, comienzan un tema, no lo terminan y así transcurre una hora de puro bullicio desinformativo. En otros el manejo del español me pareció correcto, aunque con términos que han caído en desuso por los hablantes.   

Como ejemplo en una reseña sobre las zonas designadas para la prostitución, se
refirieron a las prostitutas como meretrices, palabra que aparece desde la
época de los romanos y cuyo significado evolucionó con los cambios sociales.
Meretriz vs prostituta, la primera suena más romántica que la segunda y menos
impactante al oído y sentido.

Esta visita fue breve, pero espero regresar y tener la oportunidad de ver más lugares de Perú y continuar apreciando y disfrutando la comida espectacular de este hermoso país.

 

La casa de Patillas

Mi familia es de raíces humildes, con un sentido de unidad familiar inmenso, así como es su composición. De ambos lados, paterno y materno, hay historias, recuerdos y personajes para escribir un libro.

Patillas es el pueblo de mi papá, el que nos enseñó a amar, valorar y nunca olvidar. Antes de pasar al plano espiritual, su único deseo fue ser enterrado en su pueblo. El mismo día en que dio su último suspiro, mi hermano y yo salimos disparados hacia su pueblo para tramitar su velorio y entierro. Sabíamos que teníamos que cumplir con lo solicitado y prometido.

La casita de mis abuelos sigue allí, como testigo de las historias, los momentos y las tradiciones que como familia nos amoldaron y formaron a través del tiempo. En sus inicios era de madera, techo de zinc y con balcón abierto. Una cocina modesta con estufa de gas, un fregadero hondo, un baño pequeño, sala-comedor y en sus inicios tenía dos cuartos que luego se convirtieron en tres. No había patio, la parte trasera quedaba pared con pared con la casa de atrás y por ahí se hablaba con los vecinos de la parte trasera. Tenía un balcón que daba a la orilla de la carretera y donde nos sentábamos a ver pasar y saludar a la gente. En uno de sus lados estaba la entrada del caserío y en el otro la calle Salsipuedes, callecita estrecha donde todos se conocían y subían o bajaban a pie, pues apenas cabía un carro. Tiene una marquesina pequeña, que solo tenía un medio techo. Ni idea tengo de cuanto mide, pero sí puedo atestiguar que en ese entonces tenía magia.

Los Rodriguez por tradición celebrábamos los rosarios a la Santa Cruz. Un evento esperado por el pueblo y en donde se reunía una inmensa cantidad de personas a rezar y cantar los rosarios prometidos. Los días anteriores mis tías se encargaban de ordenar o hacer los postres y bebidas que se servían al finalizar los mismos. Los platos de arroz con dulce, tembleque, pastelillitos dulces, la agualoja, desfilaban entre los que asistían a los rosarios. Todos con un sabor rico, preparados en casas particulares, por vecinos y amigos de la familia.

Mis tíos, incluyendo a mi papá, eran los encargados de reunir los músicos que participaban. En ese entonces, que yo recuerde, no había que sacar permisos, solicitar policías, ni siquiera enviar invitaciones. La voz se corría por el pueblo, se invitaba de boca. Aunque la casita ubica en una calle principal, la gente se comportaba y no se interrumpía el tránsito. Todo el mundo cooperaba, participaba y disfrutaba de la promesa. La marquesina adquiría dimensiones inexplicables para acoger a todo el mundo. Se acomodaban sillas, el altar y se adornaba con hojas de palmas y ramos de flores frescas; una decoración sencilla y muy significativa para la ocasión. En mi memoria tengo vivo el recuerdo de uno (sino el último) de los rosarios celebrados allí. Solo que esa vez, como parte del altar, estaban los retratos de mis tíos ya fallecidos y el de mi papá.

La sala de la casa también sirvió de lugar de velatorio, cuando murió mi abuela. En ese espacio pequeño se colocó el féretro abierto y pasaron por allí todos los que querían a mi abuela, que era el pueblo completo. Creo que fue su muerte lo que me enfrentó por primera vez a lo que significa morir. La procesión fúnebre atravesó el pueblo y llegó a la iglesia a recibir su último ritual. Recuerdo que estaba llena de familia y amistades. Todo el mundo de negro o negro y blanco, incluso muchas mujeres mayores con mantilla. Una ceremonia con mucho sentimiento y religiosidad. En los días siguientes comenzó el novenario y la casa nuevamente se llenó de parientes y dolientes para rezar por el alma de mi abuela. Era como si la casa nuevamente recurriera a la magia de agrandarse para recibirlos a todos.

Con el pasar del tiempo, la casita ha ido quedándose sola, vacía, habitada por recuerdos, pero en pie, aun después de perder el techo con el huracán María. Es el eterno testigo de que la estructura puede transformarse, pero lo más valioso es la historia, lo vivido, lo aprendido. Siempre será la casa de Patillas.