La bibliotecaria

La pandemia le estaba cambiando el escenario. Esa directriz de trabajar desde la casa le ponía su vida patas arriba. Su rutina estaba destrozada, sin ella poder hacer nada para detenerla, conservarla. Así se le trastocó la vida a Emilia, la callada, modosita y sobria bibliotecaria de la uni.

Cada día se levantaba al rayar el sol, caminaba hasta el baño arrastrando los pies y metía su redondo cuerpo bajo el agua fría, para que la terminara de despertar. Luego a lavarse los dientes, secar su cabello, vestirse siempre con su oscura ropa y pasar a desayunar cualquier cosa que le llenara su panza y la sostuviera hasta la hora de almorzar. Tomaba el tren y al sentarse en él, metía su cara “espejuelada” en el libro de turno. La misma rutina cada día para presentarse en su monótono trabajo. En sus ocho horas de rendimiento laboral atendía estudiantes, facultad y una que otra visita que llegaba para romper esa monotonía y ponerla a trabajar demás.

Pero, llegó la pandemia y todo lo que se coló con ella. El primer día realizó la misma rutina, cual si fuera a salir al trabajo, excepto que no abandonó la casa. Se conectó a las 8 y cotejó que su servicio de internet estuviera funcionando. El primer cibernauta solicitó sus servicios a las 8:15, terminó con él en diez minutos. A las 9 tenía que conectarse a la primera reunión virtual. Cotejó en la cámara de su HP como la verían sus compañeros. Retocó su pelo y leve maquillaje y pasó a conectarse. Todos entraron a tiempo, se saludaron, bromearon un poco e iniciaron los temas asignados para discusión. La reunión duró solo una hora, el tiempo gratuito que daba la plataforma para su uso, pensó: ¡qué inteligente esa plataforma al controlar el tiempo de conexión! De esta forma los obligaba a ir al grano y resolver/discutir en tiempo récord lo presentado en la reunión. Eso le había gustado, así no tenia que escuchar a los que siempre tenían algo que decir o traer a la reunión y que acaparaban la atención y alargaban extensivamente el tiempo de esta. Al finalizar, pasó nuevamente a su estatus de disponibilidad para el usuario. A las 5 se desconectó, pero no cerró su computadora.

Al comenzar su cena, escuchó el primer “tinnnnn”, sonido que le avisaba que alguien requería servicio. Decidió atenderlo, aunque no cobrara hora extra. Era una petición fácil, el usuario requería información de como recuperar su contraseña. Le envió el folleto digital que contenía las instrucciones. Terminó de cenar y pasó a prender la tele para ver su programa de juegos favorito, en donde se veían las historias más inverosímiles de personas que evidenciaban su baja escolaridad y provocaban la risa de los espectadores por las respuestas que daban.

Nuevamente la interrumpió el “tinnnnn”, quiso atenderlo y lo hizo. El sonido se repitió consecutivamente hasta casi las 11 pm. Su primer día en linea fue verdaderamente extenso. Mañana resaltaría en la página de biblioteca el horario para servicio en línea. Esperaba que, con eso, desaparecieran las peticiones fuera de horario de trabajo. Se fue a dormir.

Al día siguiente, comenzó la rutina del día anterior, aunque durante la mañana no tuvo peticiones de usuarios. Lo que le permitió seguir jugando rompecabezas en otra página de su HP. Después de las 6 comenzó a recibir peticiones, una tras otra; lo que la mantuvo ocupada hasta las 10. Nuevamente estaba trabajando nocturnalmente. Transcurrieron varias semanas de la misma forma, lo que le alteró el alma y el espíritu. Ya no tenía contacto con los demás, como Dios manda y lo peor, ¡tuvo cambio de horario laboral sin pedirlo! Adiós desconexión necesaria y anhelada entre la experiencia laboral y la personal. Adiós al acercamiento e intercambio social. Adiós a la tranquilidad de sus horas vespertinas. Indeseada bienvenida a la invasión de su espacio personal, a la irregularidad de su horario de trabajo, al distanciamiento/aislamiento que produce trabajar desde la distancia. Y lo peor, ¡adiós a su tranquilidad y organizada existencia! Mañana comenzaría sus terapias con el psiquiatra, esperando que la devuelva a su anterior rutina, tan organizada, tan entretenida, tan ¡vida!

IRC febrero 2022

El primo Ramón

Los domingos en mi casa era el día de pasear, aunque la mayoría de las veces terminábamos en el mismo lugar, en casa de la abuela en Patillas. Mis recuerdos de mi abuela paterna son esporádicos en el baúl de mi memoria. Murió cuando apenas yo tenia 7 u 8 años. La recuerdo en la cocina, con un traje negro y blanco estampado, atado a la cintura y zapatos cerrados negros, con su habitual moño enrollado en la parte de atrás de su diminuta cabeza. Mas tarde, como secuela de un derrame, estuvo encamada varios años. Llegábamos a visitarla y religiosamente todos pasábamos por su cuarto a saludarla y recibir su bendición. Ella siempre cariñosa, con olor a Jean Naté, nos preguntaba por todos y de todo. Creo que así se aseguraba de mantener contacto con el mundo externo a su diminuta habitación.

Cuando murió, mi papá se puso muy triste, inmediatamente nos trasladamos todos por unos cuantos días a su pueblo para participar de las exequias fúnebres, que para esa época duraban tres días. Mucha gente asistió a ese velatorio y para cumplir con la respetuosa costumbre, mi papá nos mandó a comprar ropa para guardar el luto (blanca o negra). De ahí aprendí la costumbre del luto y vi a mis tías rigurosamente seguir esa costumbre: un año de vestimenta negra completa y después ir sustituyendo el negro por gris o blanco, hasta que “se botara el luto”; lo que significaba volver a usar ropa de otros colores. Todos mis tíos asistieron a la funeraria y como era de esperar, las opiniones sobraban sobre el tema que fuera. Aunque mi papá era el menor de todos ellos, se había convertido en la columna vertebral de la familia y era quien tenía la última palabra.

Después del entierro, al día siguiente se comenzaban los rosarios. Se celebraban en aquella diminuta casa, que para ese entonces a mí me parecía de un tamaño normal. Habitaban en ella mi abuela, mi tía y su esposo, junto a su prole (tres niños y una adolescente. Cuando íbamos con la intención de quedarnos por el fin de semana, había que repartirnos entre las casas vecinas: doña Monse, Eusebia, madrina Monsa y alguna otra de confianza en la familia. A mi hermana y a mí nos tocaba en casa de doña Monse, una señora que para mi siempre fue viejita y que nos recibía con mucho amor. En las noches nos daba una merienda que consistía en una maltita y galletas dulces; con eso nos íbamos a acostar en una cama alta de pilares, cubierta con un mosquitero con doble función: evitar las picaduras de estos y que los murciélagos no se nos acercaran en la noche.

En los entierros siempre conocemos parientes que no sabíamos que existían, además de otros allegados que casi eran familia por la cercanía de la crianza y el compartir cada día; y el de mi abuela no fue la excepción. allí se presentó un primo lejano de papi, Ramón. Diminuto, achocolatado como el Cortés, alegre, bromista, todo un personaje de pueblo. Lo peculiar de Ramón era que cuando se emborrachaba, le daba con hablar sin parar y se despedía cincuenta veces un mismo día. Sí, entraba por el balcón, saludaba uno por uno a todos los presentes y salía por la puerta que daba a la marquesina abierta de la casa. Cruzaba la calle, al negocito de enfrente, pedía una cerveza o un trago, se lo bebía a “culcul” y regresaba a darnos otra visita. Como niños aguantábamos la risa, lo saludábamos y él repetía el ritual las veces que mi tía se lo permitía. Cuando ya daba signos de tambalearse al caminar, mi tía le pedía a alguno de los presentes que lo llevaran a su casa y se lo entregaran a su mamá, para que ésta lo acostara a dormir. Así terminaba el día Ramon y el entretenimiento para nosotros. Lo llegamos a querer mucho.

CATILANGUA LANTEMUE

Este es el título de uno de los mejores cuentos que recuerdo en mi niñez. El mismo es de la autora Angeles Pastor, escritora puertorriqueña que produjo cuentos infantiles de gran calibre.

Me gustaba el cuento (y todavía lo disfruto) por varias razones: su musicalidad al utilizar figuras onomatopéyicas, la ruptura tradicional de la imagen protagónica del cuento (una mujer de aspecto tosco, fornida, color marrón), y lo que más me encantaba, que sus pies eran de barro. Imagínense la fascinación que produce en la imaginación infantil el hecho de que alguien tuviese los pies hechos de barro, ¡difícil de creer, pero posible dentro de ese imaginario mundo!

Más tarde, muchos años después, en un viaje a Lousiana, me topé con una canción, en ritmo de salsa, que aludía a este relato, ¡y también la amé! Fue grabada por Jerry Medina en el 1998, con el mismo título del cuento.

¿Por qué en estos días recuerdo este cuento en particular? Creo que me identifico con Catilangua en ciertos aspectos. Llevo viviendo 6 años fuera de mi país, y en una nueva comunidad y apenas conozco el nombre de mi vecina. No sé si ella recuerda el mío, pues siempre que nos encontramos me llama vecina. Lo que se traduce aquí en que cada cual a lo suyo y apenas se tiene tiempo de socializar. Muy diferente al lugar donde crecí, donde los vecinos eran la familia extendida y se convertían en tíos/ tías de todos.

Siempre percibí mis pies ligeros, descalzos y prestos para correr a otros lugares nuevos, llenos de experiencias por vivir y retos. Me he mudado mas de 20 veces, he vivido en 3 estados, he tenido casa propia y alquilada, siempre en busca de mejorar lo que me rodea. Por primera vez siento que me quedaré aquí, que será el lugar donde pasaré el resto de mi existencia y mis piernas de barro se están fundiendo en este suelo pantanoso floridiano, que no me suelta y solo me permite salir cuando me invade la nostalgia por el mar y el sol de mi patria, Puerto Rico. Como Catilangua, corro tras esa brisa y olor a mar que me llama, invitándome a recargar baterías para continuar con la vida cotidiana.

Referencia

El Rinconcito Cultural RD., and El Rinconcito Cultural RD.Este es un blog. “Catilangua Lantemué.” El Rinconcito Cultural RD., Matos Medina, Walys, 1 Jan. 1970, https://elrinconcitoculturalrd.blogspot.com/2020/04/catilangua-lantemue.html.