Quique

Cuando era pequeña uno de mis tíos paternos nos visitaba ocasionalmente. Lo primero que hacía era invitarnos a la panadería, a donde íbamos a pie y al llegar nos decía que pidiéramos el dulce que quisiéramos. Era su manera sencilla, humilde, de mostrarnos cariño y compensar el tiempo que pasaba sin vernos.  Para mí era una pequeña aventura ir a pie hasta el lugar, mi mamá no nos dejaba salir solos a ningún sitio. Si alguien quería jugar, tenía que venir a nuestra casa. Quizás por eso nunca me inclino a estar en “casa ajena”, como decía ella. Si había algún chisme en la calle, éramos los últimos en enterarnos, pues mami nunca visitaba otras casas y apenas tenía tiempo que perder; cuatro hijos, trabajo retirado y atender a mi papá, llenaban sus horas diarias y no le quedaba tiempo para nada más.

Este tío era el mayor de todos y para mí, siempre estuvo rodeado de un misterio y secreto familiar que nunca nos revelaron. Llegué a escuchar que había tiroteado a una mujer, pero nunca me hablaron de eso. Mi tío era flaco, alto, de ojos oscuros y ojeras marcadas. Su voz era ronca, padeció cáncer de garganta por más de 30 años, era fumador. Trabajaba en una gasolinera en pleno Rio Piedras, en los turnos que nadie quería o se arriesgaba a trabajar; de noche hasta la madrugada, cuando eran pocos los garajes que daban servicio las 24 horas. Así que el sin saberlo, fue un pionero en el servicio de 24 horas, que hoy se encuentra en cada esquina. Llevaba una vida simple y en sus últimos años regresó a la familia para vivir en la casita destartalada de mis abuelos, donde estuvo hasta que murió. Allí lo visitábamos, una vez que crecimos.

Al llegar siempre nos ofrecía una cerveza y aprovechaba para darse su palito de Felipe II, que, según él, ¡le curaba todo! Me decía: “Sobrina, vaya al frente y cómpreme unas cervecitas pa’ti y una canequita de Felipe pa’ mi. Es lo único que me cura, calientito, me quita to’ ”.  Ya mayor, enfermó nuevamente y a mí me tocó atenderlo ocasionalmente. Lo visitaba, le ayudaba a comer y todo lo que fuera posible para que estuviera más cómodo y tranquilo. Fueron meses de corre y corre, hasta que al final murió. Irónicamente había vivido más que la mayoría de sus hermanos, incluyendo mi papá.

Siempre escuchaba la radio y así se enteraba de lo que pasaba afuera. Los domingos escuchaba música de boleros que le encantaban. Ese día se levantaba, se bañaba (estaba horas bajo la ducha, tanto que salía blanquecino entre los dedos de pies y manos, por lo que en nuestra familia le ponemos como mote Enriqueta o Enrique, su nombre, a los que se tardan mucho en el baño), se vestía con su camisa blanca, de manga larga, almidonada, y su pantalón gris o negro; se sentaba en el balcón a saludar a todo el que pasaba y a preguntar por los que no veía.

Mi tío Enrique, una vida despreocupada, simple, cotidiana y sin prisa para culminarla. Si hoy viviera, su parsimonia estuviera sacudida por las incertidumbres que este siglo nos ha impuesto a vivir. ¡Salud!