La Navidad de mi niñez

Anoche mi compadre me dijo, que mi ahijado le había dicho que ya sabía que Santa Claus no existía. El chico le dijo que lo sabía desde que tenía siete años, pero que había fingido no saberlo hasta esta navidad. Que le habían mentido por mucho tiempo y que ya quería que no le mintieran más. Imaginen la reacción de desconcierto y turbación para mis compadres. Tuvieron que sentarse a conversar sobre el tema y reenfocar el verdadero significado de la época, la celebración del nacimiento de Jesús.

Mañana será nuevamente 24 de diciembre y me es imposible evitar el recuerdo de mi niñez durante esa fecha. Mi papá era de un hogar muy humilde y progresó gracias a su dedicación y trabajo. Nunca olvidó su pueblo, Patillas, y siempre que tenía la oportunidad, atravesaba la cordillera y pasaba días allá.

En la Navidad, mi casa era almacén de juguetes para sus ahijados, para niños pobres de su barrio y todo aquel que por una u otra razón no podía recibir en su casa algún obsequio. Nunca ninguno de nosotros se antojó de alguno de esos regalos. Ya sabíamos que tenían dueño. Nuestra sala se llenaba de muñecas, carritos, juegos de mesa, etc., y entre mis padres les asignaban el nombre del futuro dueño. Papi nombraba y seleccionaba el juguete y mami, estampaba el nombre con su hermosa escritura. Ese ritual duró años, hasta que se convirtieron esos niños en adultos.

Llegábamos el día de Navidad a Patillas y desde la entrada del pueblo nos veníamos deteniendo, saludando y confabulando las múltiples celebraciones en las que estaríamos presentes ese día. Al llegar a la casa, era todo saludos, risas y gritos. A la misma se iban acercando todos los que se enteraban de que Tommy había llegado con su familia. Si alguno no aparecía, papi lo mandaba a buscar.

Ese recuerdo me llena de mucho orgullo, pues era una lección de valores que mi papá nos estaba dando. Compartir con aquellos que tenían menos o casi nada, dar sin recibir, nunca olvidar de dónde venimos. En eso radica la celebración del Nacimiento, alegrar el corazón de quien lo necesita, no solo con un regalo, sino también con el amor que Jesús nos enseña a compartir.

 

Día a día

Cuando me dieron el diagnóstico de cáncer, comencé a experimentar una nueva experiencia. Decidí que esta iba a ser de enriquecimiento y conocimiento. Me negué a preguntar, leer sobre la experiencia de otros, y mucho menos dar espacio a la tristeza. Pienso que cada cual es único en su experiencia con la condición; no hay dos iguales.

Me ha tocado vivir con la condición en una época maravillosa del año, cambio de  estación. ¡Lo cual es genial! Perdí mi cabello, pero puedo usar pelucas y sombreros maravillosos. No es por presunción, es que no quiero ver en los ojos de las personas ni un atisbo de pena cuando me miren. Si no la tengo yo, por qué recibirla de los demás. Por el contrario, quiero alegría y solidaridad en esta etapa. Así que tengo que agradecerle a Dios el haber sido misericordioso y haber confabulado para que mi experiencia del cáncer estuviera en armonía con una época fresca, no de calor.

Al optar por usar la peluca, me ha traído tantos recuerdos gratos de mi niñez y adolescencia. Mi más preciado recuerdo, mi tía Elba Julia, la hermana menor de mi papá. Recuerdo que siempre usaba una, aun con el calor agobiante que se vive en el sur de Puerto Rico. Solo se la quitaba para dormir. Ahora es que descubro porqué se arreglaba tan rápido para salir, ¡era la ventaja de usar una peluca! No “blower”, no plancha (y por cierto, me contaron que en esa época, ¡sí se planchaban el pelo, pero con la misma plancha que se usaba para la ropa!), no estilista, nada; solo un ligero retoque al postizo y ya, ¡fabulosa!

Las prioridades y las motivaciones también cambian. Al llegar el día, agradezco a Dios por ese regalo y al terminar el mismo, el deseo es de tener la oportunidad de otro igualmente maravilloso. Lo que parecía importante o imprescindible, de pronto no lo es. Ocupa su lugar lo que siempre debió serlo: vivir sin prisa, disfrutar realmente de los detalles que están presentes cada día y que, por prisa o visión distraída, no los notamos.

Podemos hallar plenitud de vida hasta en los momentos más difíciles de nuestra existencia.

Titi Elba