Milán André

Mayo 17, 2:55 pm. ¡Naciste Milán André! Llegaste calladito, dormilón y gordito pesaste 8.8 libras, contrario a tu padre que apenas peso 3 libras y fue sietemesino. Mucho pelo, cachetitos grandes y ojos curiosos te describen perfectamente.

Tu mamá fue valiente, fuerte y decidida; nada de cesárea, tenía que ser de forma natural. Tu papá vio todo el proceso y me imagino que le ayudó a entender el valor de la vida y el milagro del alumbramiento. Yo, quedé derretida cuando te sacaron para el nursery. Te vi hinchadito, dormido, apenas limpiecito, sin llorar ni ruido alguno. ¡Mi primer nieto!

Desde ese día comenzó la historia de tu vida. Muchas páginas en blanco se irán llenando a medida que pase el tiempo. Le pido a Dios que siempre te acompañe, te proteja y te guie siempre por el camino del bien. La vida te irá dotando de herramientas para tener una vida plena y satisfactoria. Prometo acompañarte siempre aquí y desde donde Dios me tenga. Te amo mucho, Milán André,

Abuela Bita

El primo Ramón

Los domingos en mi casa era el día de pasear, aunque la mayoría de las veces terminábamos en el mismo lugar, en casa de la abuela en Patillas. Mis recuerdos de mi abuela paterna son esporádicos en el baúl de mi memoria. Murió cuando apenas yo tenia 7 u 8 años. La recuerdo en la cocina, con un traje negro y blanco estampado, atado a la cintura y zapatos cerrados negros, con su habitual moño enrollado en la parte de atrás de su diminuta cabeza. Mas tarde, como secuela de un derrame, estuvo encamada varios años. Llegábamos a visitarla y religiosamente todos pasábamos por su cuarto a saludarla y recibir su bendición. Ella siempre cariñosa, con olor a Jean Naté, nos preguntaba por todos y de todo. Creo que así se aseguraba de mantener contacto con el mundo externo a su diminuta habitación.

Cuando murió, mi papá se puso muy triste, inmediatamente nos trasladamos todos por unos cuantos días a su pueblo para participar de las exequias fúnebres, que para esa época duraban tres días. Mucha gente asistió a ese velatorio y para cumplir con la respetuosa costumbre, mi papá nos mandó a comprar ropa para guardar el luto (blanca o negra). De ahí aprendí la costumbre del luto y vi a mis tías rigurosamente seguir esa costumbre: un año de vestimenta negra completa y después ir sustituyendo el negro por gris o blanco, hasta que “se botara el luto”; lo que significaba volver a usar ropa de otros colores. Todos mis tíos asistieron a la funeraria y como era de esperar, las opiniones sobraban sobre el tema que fuera. Aunque mi papá era el menor de todos ellos, se había convertido en la columna vertebral de la familia y era quien tenía la última palabra.

Después del entierro, al día siguiente se comenzaban los rosarios. Se celebraban en aquella diminuta casa, que para ese entonces a mí me parecía de un tamaño normal. Habitaban en ella mi abuela, mi tía y su esposo, junto a su prole (tres niños y una adolescente. Cuando íbamos con la intención de quedarnos por el fin de semana, había que repartirnos entre las casas vecinas: doña Monse, Eusebia, madrina Monsa y alguna otra de confianza en la familia. A mi hermana y a mí nos tocaba en casa de doña Monse, una señora que para mi siempre fue viejita y que nos recibía con mucho amor. En las noches nos daba una merienda que consistía en una maltita y galletas dulces; con eso nos íbamos a acostar en una cama alta de pilares, cubierta con un mosquitero con doble función: evitar las picaduras de estos y que los murciélagos no se nos acercaran en la noche.

En los entierros siempre conocemos parientes que no sabíamos que existían, además de otros allegados que casi eran familia por la cercanía de la crianza y el compartir cada día; y el de mi abuela no fue la excepción. allí se presentó un primo lejano de papi, Ramón. Diminuto, achocolatado como el Cortés, alegre, bromista, todo un personaje de pueblo. Lo peculiar de Ramón era que cuando se emborrachaba, le daba con hablar sin parar y se despedía cincuenta veces un mismo día. Sí, entraba por el balcón, saludaba uno por uno a todos los presentes y salía por la puerta que daba a la marquesina abierta de la casa. Cruzaba la calle, al negocito de enfrente, pedía una cerveza o un trago, se lo bebía a “culcul” y regresaba a darnos otra visita. Como niños aguantábamos la risa, lo saludábamos y él repetía el ritual las veces que mi tía se lo permitía. Cuando ya daba signos de tambalearse al caminar, mi tía le pedía a alguno de los presentes que lo llevaran a su casa y se lo entregaran a su mamá, para que ésta lo acostara a dormir. Así terminaba el día Ramon y el entretenimiento para nosotros. Lo llegamos a querer mucho.

Quique

Cuando era pequeña uno de mis tíos paternos nos visitaba ocasionalmente. Lo primero que hacía era invitarnos a la panadería, a donde íbamos a pie y al llegar nos decía que pidiéramos el dulce que quisiéramos. Era su manera sencilla, humilde, de mostrarnos cariño y compensar el tiempo que pasaba sin vernos.  Para mí era una pequeña aventura ir a pie hasta el lugar, mi mamá no nos dejaba salir solos a ningún sitio. Si alguien quería jugar, tenía que venir a nuestra casa. Quizás por eso nunca me inclino a estar en “casa ajena”, como decía ella. Si había algún chisme en la calle, éramos los últimos en enterarnos, pues mami nunca visitaba otras casas y apenas tenía tiempo que perder; cuatro hijos, trabajo retirado y atender a mi papá, llenaban sus horas diarias y no le quedaba tiempo para nada más.

Este tío era el mayor de todos y para mí, siempre estuvo rodeado de un misterio y secreto familiar que nunca nos revelaron. Llegué a escuchar que había tiroteado a una mujer, pero nunca me hablaron de eso. Mi tío era flaco, alto, de ojos oscuros y ojeras marcadas. Su voz era ronca, padeció cáncer de garganta por más de 30 años, era fumador. Trabajaba en una gasolinera en pleno Rio Piedras, en los turnos que nadie quería o se arriesgaba a trabajar; de noche hasta la madrugada, cuando eran pocos los garajes que daban servicio las 24 horas. Así que el sin saberlo, fue un pionero en el servicio de 24 horas, que hoy se encuentra en cada esquina. Llevaba una vida simple y en sus últimos años regresó a la familia para vivir en la casita destartalada de mis abuelos, donde estuvo hasta que murió. Allí lo visitábamos, una vez que crecimos.

Al llegar siempre nos ofrecía una cerveza y aprovechaba para darse su palito de Felipe II, que, según él, ¡le curaba todo! Me decía: “Sobrina, vaya al frente y cómpreme unas cervecitas pa’ti y una canequita de Felipe pa’ mi. Es lo único que me cura, calientito, me quita to’ ”.  Ya mayor, enfermó nuevamente y a mí me tocó atenderlo ocasionalmente. Lo visitaba, le ayudaba a comer y todo lo que fuera posible para que estuviera más cómodo y tranquilo. Fueron meses de corre y corre, hasta que al final murió. Irónicamente había vivido más que la mayoría de sus hermanos, incluyendo mi papá.

Siempre escuchaba la radio y así se enteraba de lo que pasaba afuera. Los domingos escuchaba música de boleros que le encantaban. Ese día se levantaba, se bañaba (estaba horas bajo la ducha, tanto que salía blanquecino entre los dedos de pies y manos, por lo que en nuestra familia le ponemos como mote Enriqueta o Enrique, su nombre, a los que se tardan mucho en el baño), se vestía con su camisa blanca, de manga larga, almidonada, y su pantalón gris o negro; se sentaba en el balcón a saludar a todo el que pasaba y a preguntar por los que no veía.

Mi tío Enrique, una vida despreocupada, simple, cotidiana y sin prisa para culminarla. Si hoy viviera, su parsimonia estuviera sacudida por las incertidumbres que este siglo nos ha impuesto a vivir. ¡Salud!

La zarza y el guayacán

“Hemos pasado la zarza y el guayacán”, refrán que por años ha usado mi querida y amada Tía. Con ello se refería a los tiempos malos, a los difíciles, a esos que pensamos nunca van a terminar.

Pero la vida le ha enseñado que vale la pena esperar. ¿O es que acaso ella le ha enseñado a la vida que la voluntad y el alma no se pueden quebrantar? Si lo que hay para comer es arroz blanco y huevo frito, ¡bienvenido el manjar!

Pero eso no es lo que la hace especial y admirable, no. Es la manera en que disfruta la vida, mejor que cualquier millonario. Solo basta Medalla, comida y buena compañía, es suficiente para festejar. El motivo se lo inventa, cada día es especial. Creo que descubrió el secreto de la felicidad y no tiene miedo de que se lo roben. Compartir lo que tiene y lo que no.

Su tesoro espiritual le permite ayudar a todo el que necesita. Su riqueza supera la de cualquier rico en monedas. Familia, amigos conocidos y desconocidos también, llenan su quehacer día a día.

¡Todos envidian la vida de mi Tía!

Metamorfosis choferil

Había olvidado lo que era montarse con mi hermana al volante. Una experiencia verdaderamente religiosa; y no porque guiara malo, ni mucho más, sino porque a cada conductor que se le atraviesa en el camino lo convierte en víctima de un insulto florido, peculiar y único, que se les hace imposible contestar.

Como olvidar la primera vez que fuimos perseguidas por un “títere” (palabra ya en desuso), porque íbamos con el carro lleno y nos gritó: “¿Cabe otro?”, y la respondona de mi hermana le contestó, sin titubear: “¡Sí, tú y tu madre canto de ca#$%n! Al llegar al lugar a donde nos dirigíamos, ya teníamos al individuo al lado diciéndonos: “no saben ustedes con quien se meten, soy XXX de XXX (lugar)”. Mi hermana ni corta ni perezosa le replicó: “¡Y yo de las cortacara de Bayamón Gardens!”, mientras los que estábamos en el carro salíamos despavoridos a “guarecernos” dentro de la casa.

Al terminar mis vacaciones, le tocó a ella llevarme al aeropuerto, acompañada por mami, quien, sin otra alternativa que acompañarnos, vivió lo que supongo ya para ella es normal, el reparto de “bendiciones, expresiones y nuevos nombres” que regala mi hermana cuando está guiando.

“Pero, mira este vie#^@, acabe de cruzar, puñ#$!a, o ¿va a coger el seguro social en el cruce?”

“Miraaa,¿pa’donde viene este cab%*)n?, ¡me va a chocar! So animal, ¿te regalaron la licencia, coño?”

“¡Señora! ¡Sálgase del medio!,¡ váyase pa’su casa que a uste’ lo que le quedan es un recorte y una visita al seguro social na’ más!

“¿Y este, de dónde salió? ¡Mireee, yo tengo que trabajar, decídase pa’donde va, carajo! A que le paso por encima,¡ le hago un favor a la humanidad!”.

“¡Ay, Dios! ¿y esta “tortuga”?, ¿de dónde salió? ¡Coñoooo, quítenle la licencia, es un estorbo en las calles!”

Son solo una muestra de la transformación Jekyll & Hyde que sufre mi adorada hermana cuando le toca estar detrás de un volante. Lo más impresionante es que mi querendona sobrina empezó a dar muestras de su herencia cuando a los 3 tiernos añitos, mientras jugaba en su carrito de montar, le tocó bocina a sus primos para que se salieran del medio, bocinazo acompañado de un “¡quítate cabr*%$!”

Así que continuarán las tradiciones.

Para T y Y, ¡las amo!    

Cubículo 19

Ese es el número de cubículo que me ha tocado para mi prevista última quimioterapia. No me fijé en el número de los anteriores, pero en este sí, porque tal vez es la última (así lo espero). Esto comenzó la primera semana de octubre, con el tratamiento para mi cáncer y sigo preguntándome ¿cómo pasó esto?

En la sala de espera, he visto pacientes llegar solos, tristes y mustios, desconozco sus razones y me provocan lástima. Nadie debería de pasar por esto en soledad, no es fácil. Especialmente en los días en que se cuelan pensamientos sobre la vida, la muerte y nuestro existir. Hay que conversar, de cualquier tema, distraernos, leer; así las horas pasan más rápido.

Durante esta travesía, me ha acompañado mi hermana. Se ha levantado conmigo en las madrugadas, me ha recordado los medicamentos a tomar, ha preparado mis loncheras, me llevó a cortar el cabello (o mejor dicho a raparme la cabeza cuando se me empezó a caer el pelo), ha llorado conmigo cuando ha sido necesario, me ha cocinado los antojos en esos días en que me he sentido horrible, no ha faltado a ninguna de mis citas médicas y ha entrado a escuchar y a hacer preguntas a mis médicos; en fin, es el ángel terrenal que Dios le dio a esta familia para que nos apoyara en momentos como estos.

No hay dinero ni acciones que puedan compensarle por lo que ha hecho. Mi hermana tiene A+, y a nadie en el mundo le ha tocado el privilegio de tenerla en la familia, solo a mí. Doy gracias a Dios por haber sido sabio al escoger entre sus hijos a los más unidos, solidarios, empáticos, de gran corazón e incondicional apoyo para constituir a la familia Rodriguez-Carro. Nos tenemos unos a otros y nada nos falta.