La casa de Patillas

Mi familia es de raíces humildes, con un sentido de unidad familiar inmenso, así como es su composición. De ambos lados, paterno y materno, hay historias, recuerdos y personajes para escribir un libro.

Patillas es el pueblo de mi papá, el que nos enseñó a amar, valorar y nunca olvidar. Antes de pasar al plano espiritual, su único deseo fue ser enterrado en su pueblo. El mismo día en que dio su último suspiro, mi hermano y yo salimos disparados hacia su pueblo para tramitar su velorio y entierro. Sabíamos que teníamos que cumplir con lo solicitado y prometido.

La casita de mis abuelos sigue allí, como testigo de las historias, los momentos y las tradiciones que como familia nos amoldaron y formaron a través del tiempo. En sus inicios era de madera, techo de zinc y con balcón abierto. Una cocina modesta con estufa de gas, un fregadero hondo, un baño pequeño, sala-comedor y en sus inicios tenía dos cuartos que luego se convirtieron en tres. No había patio, la parte trasera quedaba pared con pared con la casa de atrás y por ahí se hablaba con los vecinos de la parte trasera. Tenía un balcón que daba a la orilla de la carretera y donde nos sentábamos a ver pasar y saludar a la gente. En uno de sus lados estaba la entrada del caserío y en el otro la calle Salsipuedes, callecita estrecha donde todos se conocían y subían o bajaban a pie, pues apenas cabía un carro. Tiene una marquesina pequeña, que solo tenía un medio techo. Ni idea tengo de cuanto mide, pero sí puedo atestiguar que en ese entonces tenía magia.

Los Rodriguez por tradición celebrábamos los rosarios a la Santa Cruz. Un evento esperado por el pueblo y en donde se reunía una inmensa cantidad de personas a rezar y cantar los rosarios prometidos. Los días anteriores mis tías se encargaban de ordenar o hacer los postres y bebidas que se servían al finalizar los mismos. Los platos de arroz con dulce, tembleque, pastelillitos dulces, la agualoja, desfilaban entre los que asistían a los rosarios. Todos con un sabor rico, preparados en casas particulares, por vecinos y amigos de la familia.

Mis tíos, incluyendo a mi papá, eran los encargados de reunir los músicos que participaban. En ese entonces, que yo recuerde, no había que sacar permisos, solicitar policías, ni siquiera enviar invitaciones. La voz se corría por el pueblo, se invitaba de boca. Aunque la casita ubica en una calle principal, la gente se comportaba y no se interrumpía el tránsito. Todo el mundo cooperaba, participaba y disfrutaba de la promesa. La marquesina adquiría dimensiones inexplicables para acoger a todo el mundo. Se acomodaban sillas, el altar y se adornaba con hojas de palmas y ramos de flores frescas; una decoración sencilla y muy significativa para la ocasión. En mi memoria tengo vivo el recuerdo de uno (sino el último) de los rosarios celebrados allí. Solo que esa vez, como parte del altar, estaban los retratos de mis tíos ya fallecidos y el de mi papá.

La sala de la casa también sirvió de lugar de velatorio, cuando murió mi abuela. En ese espacio pequeño se colocó el féretro abierto y pasaron por allí todos los que querían a mi abuela, que era el pueblo completo. Creo que fue su muerte lo que me enfrentó por primera vez a lo que significa morir. La procesión fúnebre atravesó el pueblo y llegó a la iglesia a recibir su último ritual. Recuerdo que estaba llena de familia y amistades. Todo el mundo de negro o negro y blanco, incluso muchas mujeres mayores con mantilla. Una ceremonia con mucho sentimiento y religiosidad. En los días siguientes comenzó el novenario y la casa nuevamente se llenó de parientes y dolientes para rezar por el alma de mi abuela. Era como si la casa nuevamente recurriera a la magia de agrandarse para recibirlos a todos.

Con el pasar del tiempo, la casita ha ido quedándose sola, vacía, habitada por recuerdos, pero en pie, aun después de perder el techo con el huracán María. Es el eterno testigo de que la estructura puede transformarse, pero lo más valioso es la historia, lo vivido, lo aprendido. Siempre será la casa de Patillas.

La Navidad de mi niñez

Anoche mi compadre me dijo, que mi ahijado le había dicho que ya sabía que Santa Claus no existía. El chico le dijo que lo sabía desde que tenía siete años, pero que había fingido no saberlo hasta esta navidad. Que le habían mentido por mucho tiempo y que ya quería que no le mintieran más. Imaginen la reacción de desconcierto y turbación para mis compadres. Tuvieron que sentarse a conversar sobre el tema y reenfocar el verdadero significado de la época, la celebración del nacimiento de Jesús.

Mañana será nuevamente 24 de diciembre y me es imposible evitar el recuerdo de mi niñez durante esa fecha. Mi papá era de un hogar muy humilde y progresó gracias a su dedicación y trabajo. Nunca olvidó su pueblo, Patillas, y siempre que tenía la oportunidad, atravesaba la cordillera y pasaba días allá.

En la Navidad, mi casa era almacén de juguetes para sus ahijados, para niños pobres de su barrio y todo aquel que por una u otra razón no podía recibir en su casa algún obsequio. Nunca ninguno de nosotros se antojó de alguno de esos regalos. Ya sabíamos que tenían dueño. Nuestra sala se llenaba de muñecas, carritos, juegos de mesa, etc., y entre mis padres les asignaban el nombre del futuro dueño. Papi nombraba y seleccionaba el juguete y mami, estampaba el nombre con su hermosa escritura. Ese ritual duró años, hasta que se convirtieron esos niños en adultos.

Llegábamos el día de Navidad a Patillas y desde la entrada del pueblo nos veníamos deteniendo, saludando y confabulando las múltiples celebraciones en las que estaríamos presentes ese día. Al llegar a la casa, era todo saludos, risas y gritos. A la misma se iban acercando todos los que se enteraban de que Tommy había llegado con su familia. Si alguno no aparecía, papi lo mandaba a buscar.

Ese recuerdo me llena de mucho orgullo, pues era una lección de valores que mi papá nos estaba dando. Compartir con aquellos que tenían menos o casi nada, dar sin recibir, nunca olvidar de dónde venimos. En eso radica la celebración del Nacimiento, alegrar el corazón de quien lo necesita, no solo con un regalo, sino también con el amor que Jesús nos enseña a compartir.