Anhelo

Cuando volvamos a encontrarnos,

Asegurémonos de que sea real,

de que afloren las verdades sin fronteras.

Que ese abrazo estremezca nuestros corazones,

el saludo haga eco en el cielo sin frontera

y nuestras miradas reflejen lo que el alma sienta.

Nuestra promesa sea no olvidar,

Valorar lo que vale la pena,

consagrar la existencia de la vida misma.

Expresar.

On line

Online

Era la quinta vez que se chequeaba en el espejo. Se aseguraba que su apariencia estuviera presentable, nada de mocos visibles, ni maquillaje corrido. Blusa planchada o por lo menos libre de arrugas, colorida y que diera una proyección de alegría. La parte baja, no importaba, estaba fuera del alcance de quien mirara. Casi era hora de empezar. Cotejo de dientes limpios, el aliento tampoco preocupaba. ¡5,4,3,2,1! Click al botón de conexión y empezaba la proyección; de lo inauténtico, de lo compuesto, de su performance ante la diminuta cámara que le presentaba a los que estaban al otro lado, lo que en realidad ella quería que vieran. ¡Oops! Salida inmediata. ¡Había olvidado poner el background de la playa!

Envejecimiento II

En uno de mis escritos anteriores hablé de lo pendejas que nos volvemos a medida que vamos envejeciendo; ese miedo a ciertas circunstancias y elementos que nos paralizan. Ahora quiero compartir sobre este fenómeno que casi ninguna habla y que es tan real como el hecho de que existimos en el planeta: ¡el envejecimiento!

Hace unos meses, creo que fue al inicio de la pandemia, compartí con mi hermana que estaba notando el crecimiento de vellos en área de mi cara, algo que nunca había notado o padecido. Mi hermana me respondió: “¡Ay, nena, a mí también me pasa! Cómprate X crema y úsala cada cierto tiempo para removerlos”. Consejo que sigo al pie de la letra en los últimos meses, ¡cada vez que veo que me falta poco para convertirme en loba!

Lo que me mueve a escribir es que todavía estoy preguntándome, y negándome, a qué se debe este fenómeno. No sé si alguien más comparte esta experiencia, pues no he leído publicaciones relacionadas. Pero la realidad es que: ¡nos crece pelo en donde no debe y escasea en otras áreas en las que siempre había existido abundantemente!

¿Quién me explica este fenómeno o por lo menos me lo justifica? Cuando empezamos la pubertad, esa área comienza a cubrirse de un vello suave, escaso al comienzo, y poco a poco se va encrespando y desarrollándose, hasta cubrir todo nuestro pubis. Alguien se inventó que debíamos afeitarnos y procurar que siempre estuviera lista, como piel de bebé tersa, para cuando llegara la ocasión (lo que eso signifique para cada cual). Pasamos los ’50 y comienza a escasear el vello, se hace más fácil la depilación o rasuración (el método que a cada cual le convenga), pues casi no hay nada que remover. Incluso, van apareciendo “atrevidos” color blanco, que nos avisan la entrada de una nueva etapa vital.

Alguien se equivocó en las recomendaciones. La etapa de depilación o rasuración debe empezar a los ’50. Así eliminamos la confirmación de envejecimiento “allá abajo”, como la eliminamos arriba con la keratina y el tinte. Además de agregar el olor que nos dé la gana, como el de manzana prohibida, la pera fresca y la fresa recién cortada. Total, ¡a ellos les va peor con el envejecimiento! Aunque pites, como dice Johnny Ventura, el levante no llega o peor, ¡se muere cuando vas al rescate! Al menos a nosotras, las señales nos obedecen, por ser brujas, mujeres o simplemente porque dominamos toda la bendita humanidad.

Indiscreto oído

Primera llamada:

Hola sou yo, vamos para Pe erre. ¿Sabes si Vieques está abierto?

Este viaje es mi regalo cumpleaños pa’ ella.


Acuérdate que voy pa’ ‘lla el domingo.


No, si lo que quiero es que la conozcan.

(lo tengo suficientemente cerca y escucho una respuesta, con voz femenina)

  • No puedo recibirte, porque acuérdate que Tita tiene cáncer y no puedo recibir a nadie.


Nada tranquila , solo voy a turistear, caminar por la acera.  Voy a ‘stal hasta el domingo na’ más.

Fin de la conversación.

Se voltea y le comenta a quien le acompaña:  Hace dos goras que estamos aquí, tempranito.

Vuelve a marcar número y comienza la segunda “pública e invasora” llamada:

Dímelo “Cidito”, ¿estás durmiendo, cabrón?


Yo te iba a compral la ropa nueva, llegué y hicimos las maletas y na’ aquí estamos.


Ya mismito salimos, esta cabrón, esta cabrón. ¿Y tú estás bien, cabrón?


Dale tranquilo.

Ya mi prima me soltó la llave del apartment en la Parguera.  Así que voy pa’ ‘lla, a comer y na’, a pasial por allí, cualquier cosita me tiras por aquí.

Tercera llamada:

¡Hey fucking bich!, chacho aquí encabronao , la hija mía viene y lee el tique al revés, salimos a las 9, chacho el avión sale a las 9. Ella leyó la info del de venir pa’ tras.



Aquí esperando como un huele bicho, pero na’. I forgot, dile que se los envío ahora en cashout! Se los envío ahora, $100, 20 que me dio y 80 pa’ que compré, que pida que hay, que no escatime. Jey, don’t forget, please, please, please por paycash.

Warevel, pa’ envialo ahora mismito. Oka.

Este personaje ha sido uno de los tantos que encuentro en los aeropuertos y que me entretienen durante las horas de espera por un vuelo. ¿Su “pinta”? Shorts, camiseta y tennis más caros que mi cartera, de eso estoy segura. No pasa de 40 años, aunque se ve maltratadito. ¿Quién le acompaña? Mucho menor que él, con uñas a lo Ivy Queen, cejas tatuadas y chicle en boca, estilo Cardi B.

¡Y eso que estamos a mitad de una pandemia!

El irreverente Cano

Los domingos de mi niñez y adolescencia eran días de desayuno familiar, sancocho y música, Mi papá se levantaba antes que todos, ponía la plancha y comenzaba friendo tocineta, preparando revoltillo y tostadas del mejor pan que había en Bayamón: La Cialeña. El olor nos levantaba poco a poco y cada uno iba desfilando frente al counter y la estufa y sirviéndose su ración. Así llegaban las once de la mañana y entonces comenzaba la preparación del sancocho dominical.

Entre las horas transcurridas hasta la hora de comer, mi casa se inundaba de música administrada por el mejor DJ que existía en la calle 12 de Bayamón Gardens, mi papá. Así todo conocimos a Felipe Pírela, Armando Manzanero, Carmen Delia Dipini, Santitos Colón, Tito Rodriguez, Trio Los Condes, Lucecita, Chucho Avellanet, Johnny Ventura, Oscar D’León (porque su gusto musical era así de variado) y Billo ’s Caracas Boys, entre otros muchos.

Eran domingos de amar o repudiar la música. Creo que todos aprendimos a amarla y hasta mis vecinos se contagiaron con ella. ¿Por qué escribo ahora? Porque esta semana murió uno de mis soneros favoritos, el Cano Estremera. Otros artistas admirados han trascendidos, pero confieso que nuca había llorado por alguno. Por este, sí, y he estado pensando la razón. Será la tristeza de lo que estamos viviendo, la melancolía de vivir fuera de mi Isla, el que he perdido familiares queridos en esta maldita pandemia y no hemos podido despedirlos con el cariño y amor que merecían o que todo esto me ha vuelto una irremediable e irrescatable sentimental.

La muerte de El Cano, me golpeó. Fue un sonero irreverente, irrepetible, único y auténtico. Quizás por eso lo admiro y simpatizaba con su soneo. Llamaba las cosas como son, bromeaba y   se atribuía las cualidades que bien le correspondieron, fue lo que lo catapultó a ser quien fue en nuestra época. En mi intimidad, con mi gente, comparto hasta nuestras formas de hablar, los que son parte de mi círculo íntimo, lo saben. ¡y créanme que se siente tan bien ser autentica, puñeta! Incluso Cano siempre reconoció que el primer sonero de Puerto Rico lo fue Maelo, el papá de los soneros.

Cano, rebelde, inigualable, maestro de la inventiva en el soneo, trasciendes a otro plano; pero tu música, tus presentaciones, tus espectáculos en tarima, tu “plante bandera”, en otros lugares fuera del país, tu amor a PR y tu humildad de origen, te coloca en un lugar único y perdurable en la memoria colectiva.  Descansa en paz, nos veremos en otro plano y espero que podamos reconocerte por esa autenticidad que marcó tu existencia terrenal.

Cumbele maina, ¡con son! ¡Arriba El Cano, coño!!!

Quique

Cuando era pequeña uno de mis tíos paternos nos visitaba ocasionalmente. Lo primero que hacía era invitarnos a la panadería, a donde íbamos a pie y al llegar nos decía que pidiéramos el dulce que quisiéramos. Era su manera sencilla, humilde, de mostrarnos cariño y compensar el tiempo que pasaba sin vernos.  Para mí era una pequeña aventura ir a pie hasta el lugar, mi mamá no nos dejaba salir solos a ningún sitio. Si alguien quería jugar, tenía que venir a nuestra casa. Quizás por eso nunca me inclino a estar en “casa ajena”, como decía ella. Si había algún chisme en la calle, éramos los últimos en enterarnos, pues mami nunca visitaba otras casas y apenas tenía tiempo que perder; cuatro hijos, trabajo retirado y atender a mi papá, llenaban sus horas diarias y no le quedaba tiempo para nada más.

Este tío era el mayor de todos y para mí, siempre estuvo rodeado de un misterio y secreto familiar que nunca nos revelaron. Llegué a escuchar que había tiroteado a una mujer, pero nunca me hablaron de eso. Mi tío era flaco, alto, de ojos oscuros y ojeras marcadas. Su voz era ronca, padeció cáncer de garganta por más de 30 años, era fumador. Trabajaba en una gasolinera en pleno Rio Piedras, en los turnos que nadie quería o se arriesgaba a trabajar; de noche hasta la madrugada, cuando eran pocos los garajes que daban servicio las 24 horas. Así que el sin saberlo, fue un pionero en el servicio de 24 horas, que hoy se encuentra en cada esquina. Llevaba una vida simple y en sus últimos años regresó a la familia para vivir en la casita destartalada de mis abuelos, donde estuvo hasta que murió. Allí lo visitábamos, una vez que crecimos.

Al llegar siempre nos ofrecía una cerveza y aprovechaba para darse su palito de Felipe II, que, según él, ¡le curaba todo! Me decía: “Sobrina, vaya al frente y cómpreme unas cervecitas pa’ti y una canequita de Felipe pa’ mi. Es lo único que me cura, calientito, me quita to’ ”.  Ya mayor, enfermó nuevamente y a mí me tocó atenderlo ocasionalmente. Lo visitaba, le ayudaba a comer y todo lo que fuera posible para que estuviera más cómodo y tranquilo. Fueron meses de corre y corre, hasta que al final murió. Irónicamente había vivido más que la mayoría de sus hermanos, incluyendo mi papá.

Siempre escuchaba la radio y así se enteraba de lo que pasaba afuera. Los domingos escuchaba música de boleros que le encantaban. Ese día se levantaba, se bañaba (estaba horas bajo la ducha, tanto que salía blanquecino entre los dedos de pies y manos, por lo que en nuestra familia le ponemos como mote Enriqueta o Enrique, su nombre, a los que se tardan mucho en el baño), se vestía con su camisa blanca, de manga larga, almidonada, y su pantalón gris o negro; se sentaba en el balcón a saludar a todo el que pasaba y a preguntar por los que no veía.

Mi tío Enrique, una vida despreocupada, simple, cotidiana y sin prisa para culminarla. Si hoy viviera, su parsimonia estuviera sacudida por las incertidumbres que este siglo nos ha impuesto a vivir. ¡Salud!

Moderno entierro

A J., porque al final te volviste parte de todos.

Todos estaban celebrando la conexión. Ya hacia 40 días que estaban enclaustrados; alguno por voluntad propia, otros porque el gobierno los había obligado y los menos, huyendo de la barca que podía devolverlos a su estado original, la nada.

En medio de la risa, las voces y el reconocimiento de los emparentados, a una se le ocurrió compartir la noticia en el “chat”; J. había muerto. Tan pronto apareció aquel texto, la señal fue interrumpida. Quien tenía el control, la autora de la idea, desconectó a todo el mundo. Entre los conectados se encontraba la mamá del fallecido.

Ante el abrupto corte, algunos empezaron a cotejar su señal, a verificar que el equipo estuviera encendido y solo unos pocos comenzaron a llamarse entre sí, para validar la notificación recibida. De la risa, se pasó al llanto, a desgarradores gritos y cuestionamientos sobre lo inesperado. No era posible que el querendón, el benjamín de los C., hubiese muerto. Al cabo de minutos, todos estaban de luto. La noticia se colaba entre señales por la red.

Luego de confirmada la versión oficial, se iniciaba el proceso mandatorio en los casos de muerte: recogido del cuerpo, preparación, velatorio y entierro. En ese orden, pero con diferencia de tiempos y obstáculos que sobrellevar. El primero, encontrar una funeraria que pudiera hacerse cargo de los arreglos. La ciudad se estaba llenando de muertos y las existentes no daban abasto para tantos cuerpos. De eso daba fe, el descubrimiento de camiones desbordados de peste y cadáveres en la entrada de una de ellas, en pleno condado citadino y cuyo dueño había aceptado manejarlos porque llegó a pensar que su orden de contenedores refrigeradores iba a llegar, según estipulado en la compra.

Una vez consultadas 101 casas mortuorias, 3 confirmaron su disponibilidad. Empezó el tin, marín, de dos pingüé, ¿con cuál me quedaré? Lo determinó don dinero, que hasta en la muerte se cuela, aunque en el viaje no pueda acompañarnos. El costo mínimo aun así era exorbitante; pero se tenía que cumplir. Esa vida apagada no merecía el anonimato y mucho menos una fosa común. Se movieron rápido los esfuerzos de solidaridad y se recaudó lo necesario para enterrar ese hijo, hermano, tío, sobrino, nieto, primo lejano; quien nunca fue padre, abuelo o suegro por elección.

Luego de esa primera convocatoria en solidaridad, llegó la segunda: una invitación a 60 minutos de velatorio, tecno dirigido. Para todos sería una experiencia nueva, extraña, curiosa. La única disponibilidad requerida era tiempo y plataforma digital; ya alguien se encargaría de transmitir ese último momento terrenal que validaba inequívocamente de quien se trataba.

El día y la hora, dejaron su importancia en un limbo; los 60 minutos, no. Ninguno había experimentado lo que sentíamos ante la imagen que se coló por las diferentes pantallas: un féretro, un cuerpo, un espacio ajeno, que exponía la imagen fílmica de lo que era un velorio a distancia. Si duro resulta asistir a un velatorio, esta nueva forma de presentar condolencias es emocionalmente más demoledora. Solo a unos pocos le es permitida su presencia y al resto de los mortales le corresponde observar desde cualquier distancia. Los sesenta minutos parecen eternos, y sabes que han llegado a su final cuando comienza el retiro de coronas y flores y te tienes que desconectar, esta vez de la imagen física, pues la primera ocurrió al conocer la noticia de su muerte.

Varios días después, ocurre la tercera y final invitación, y lo expreso como una suposición, porque después de este escrito podría llegar una adicional que exhorte a rosarios en línea. Esa tercera correspondió al acompañamiento del carro fúnebre (que a todos se nos olvida que utilizaremos algún día) y posterior entierro en el cementerio. Otra experiencia para añadir a la novedad de los entierros modernos.

Todos los conectados viajamos en primer asiento, como pasajeros invisibles y más seguros que si usáramos cinturón. Si quien transmite desea hacer llevadera la experiencia, moverá horizontalmente su cámara (celular o tableta) y compartirá el paisaje fugaz que se aprecia desde las ventanas de su carro. Así el viaje nos parecerá más real y hasta podremos imaginar el sentir de la brisa que nos golpea la cara.

Una vez en el campo santo, un sacerdote, ministro o designado representante del cristianismo, oficia los últimos ritos que nos recuerdan la fugacidad de la vida, lo insignificante de nuestra existencia y el retorno a lo que una vez fuimos, cenizas, tierra, polvo.  Allí quedó la caja, féretro, ataúd, dejando en cada casa una tristeza, una incertidumbre, un recuerdo, un vacío, un inexplicable pesar.

Esta será la nueva forma de enterrar nuestros muertos.  

Envejependejamiento

¡Qué palabra larga! Lo sé; la palabra del título no existe, me la inventé. Esa hermosa flexibilidad que tiene nuestro idioma es lo que nos abre la puerta de la invención linguística. En ningún lugar está escrito que no se puede jugar con las palabras, por el contrario; el juego nos permite un mundo de posibilidades para nombrar hasta lo que no existe.

Ponerse viejo apendeja. Créanme lo que digo. Las razones, no las conozco. Lo que sí puedo atestiguar es que de repente te entra el miedo de hacer algo (y añade también el prestar oído a todo lo que te dicen): a tirarte del zipline, a nadar mar abierto, a comer lo que es rico, a portarte mal. No sé si llega con los años o es parte del envejecimiento natural. Verdaderamente es un fastidio, te pone frenos en forma automática y con ello corremos el riesgo de perdernos lo mejor de la vida. ¿Qué hacer entonces?

Lo más simple: sacudirnos ese miedo instantáneo y lanzarnos al vacío de la aventura otra vez. Es lo que nos mantendrá vivos, latentes y expectantes.

Pandemia 2020

Director: Covid-19

Guión: Cualquier líder mundial

Protagoniza: La humanidad

Somos protagonistas de esta “película de horror”.

El libreto lo escribimos todos, con nuestras accciones y desenfrenos, nuestros egos inflados y egoísmo ilimitado.


No quiero ser parte de la estadística de esta pandemia. Las noticias no son buenas. Vemos a cada hora como el número de contagiados y de víctimas aumenta, un cronómetro que no se detiene; porque no sabemos seguir instrucciones.

Ayer los muertos eran desconocidos. Hoy sumo el nombre de un ser humano noble, desprendida y que no murió por sus otras condiciones, sino por el contagio; sabe Dios en que circunstancias.

Cobramos conciencia de la realidad solo cuando nos toca de cerca. No tiene que ser así. Lo único que se nos pide en estos momentos es quedarnos en casa. ¿Tan difícil es esa simple invitación, recomendación, ordenanza, y en los lugares más críticos, súplica?

La única diferencia entre la película de terror que seleccionamos para ver y la que estamos protagonizando, es que en la primera la terminamos apagando la pantalla. La que nos ha tocado vivir, la terminamos solo de dos maneras: quedándonos en casa o abrazando la muerte por encima de las recomendaciones dadas.

Nos quedan 30 días para vivir la vida en forma limitada o terminar como número dentro de una lista que probablemente será olvidada.

Imagen de PIRO4D en Pixabay

Inicio de ordenada cuarentena

Mañana es 1 de abril 2020. Otro mes de un año que desde el inicio se presenta a darnos lecciones de diversa manera. Anunciaron que debemos permanecer en nuestros hogares (para algunos casas) hasta el 30 de este mes. Los primeros días nos han parecido de descanso, ya llevamos dos semanas practicando la cuarentena; ha sido solo un ensayo. Deberá servirnos para sacar lo mejor o lo peor que tengamos como raza humana. Contrario a las épocas históricas en que se vivieron situaciones similares o peores, en ésta la tecnología se convierte en protagonista. Las redes sociales, herramientas distintivas de este siglo, darán constancia de nuestra capacidad de comunicarnos y ello se convertirá en insignia de lo que anida en nuestro corazón. Mi autocompromiso es y será escribir para animar. Cada día una reflexión, un desahogo, un comentario; para no dar espacio a la tristeza, las lamentaciones o la futilidad. Así espero superar el voluntario aislamiento, en respeto a la vida, único bien sobre el cual nunca tendremos capacidad de decidir.

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